No caben dudas de que Descartes fundó la filosofía de la mente, o al menos de que planteó las bases para investigar qué naturaleza tiene lo mental. Siglos después de que el filósofo francés postulara su dualismo, basado en la distinción metafísica entre lo mental y lo físico, resuena su dictum en contra de que las máquinas puedan pensar. Dicho dictum plantea una imposibilidad en principio: las máquinas no pueden pensar, toda vez que ellas son físicas y limitadas, y por tanto sus outputs son limitados también. No existe, entonces, posibilidad de que las máquinas manejen lenguaje, o signos convencionales de manera flexible, pues el lenguaje, signo empírico inequívoco de racionalidad, requiere que los outputs resulten ilimitados y flexibles.

Teniendo presente el dictum cartesiano nace la filosofía de la Inteligencia Artificial. Su padre, Alan Turing, propone un juego que apunta a eliminar la pregunta ‘¿Pueden pensar las máquinas?’ Tal juego, base del denominado Test de Turing, ha causado tanta polémica como la propia pregunta. Pese a ello, los investigadores de la Inteligencia Artificial han planteado diversos programas que superarían el test (e.g. ELIZA, PARRY, SHRDLU y más tarde EUGENE GOOSTMAN), y que así se podría erradicar el dictum cartesiano de una vez y para siempre. En efecto, ese tipo de programas satisfarían la predicción de Turing de que en 50 años, luego de 1950, al menos el 30% de los jueces humanos podrían ser engañados, haciéndoles creer que la máquina es una persona. Más aún, Turing plantea que estaremos tan habituados a las máquinas programadas que la gente no tendrá reparos en considerarlas inteligentes. Sin embargo, y a pesar del optimismo de Turing y sus seguidores, continuamos preguntándonos si la inteligencia artificial está a la par de la inteligencia humana. O puesto de otra manera, si hemos creado mentes artificiales a las cuales negarles la existencia de inteligencia sea contraintuitivo e incluso absurdo. A continuación mostraré que, paradójicamente, el juego de la imitación nos devuelve a la pregunta ‘¿Puede pensar una máquina?’, puesto que la evidencia recabada por el test es puramente empírica, y con ello no se resuelve con certeza la cuestión de si las más máquinas piensan.

Para ello exploraré cómo nació la pregunta, de qué forma es evadida por el funcionalismo de Turing y, finalmente, qué intuiciones nos llevan a pensar que la pregunta no ha sido respondida. En particular, mostraré que el famoso y controvertido experimento mental la Habitación China de Searle, pese a las críticas que ha recibido, socava las bases para responder la pregunta. En efecto, dicho experimento mental, pese a tener un aire cartesiano por la operación en que se basa, indica que la mente tiene un punto de vista de primera persona, lo cual puede incluso llevar a pensar que la pregunta simplemente no se puede responder, esto es, que conduce a una polémica que no se puede zanjar. Fracasaría, entonces, el leit motiv de Turing y su funcionalismo, a saber, que la pregunta
‘¿Pueden pensar las máquinas?’ salga de la arena del análisis conceptual y así, de la filosofía misma.